Turismo y calentamiento global: Las restricciones normativas que impulsan las ciudades más visitadas del mundo

Nepal emitió en 2023 una cifra récord de permisos para escaladores del Everest./ Foto 12019 - Pixabay.
Nepal emitió en 2023 una cifra récord de permisos para escaladores del Everest./ Foto 12019 - Pixabay.
La actividad turística generó en 2023 el 8 % de las emisiones de efecto invernadero.
Fecha de publicación: 05/04/2024

Uno de los grandes dinamizadores de la economía global, el turismo, está cambiando sus dinámicas frente al calentamiento global. Esto implica no solo la decisión de viajar por parte de los turistas, sino también las restricciones de recibir que están regulando ciertas ciudades en el mundo.

De acuerdo con datos de la Organización Mundial de Turismo (UNWTO, por sus siglas en inglés), los 3.300 millones de dólares movilizados en 2023 por el turismo, representaron el 3 % del Producto Interno Bruto (PIB) mundial. El turismo, además, es un sector que ocupa a más de 330 millones de trabajadores, por lo que es uno de los mayores empleadores a escala global. Sin embargo, detrás de estas cifras se mueven otros datos no tan favorables que reflejan que el sector también ha contribuido a acelerar el cambio climático.

El sector incluso ha aprovechado la problemática para lanzar campañas de “turismo de última oportunidad”, como se nombra a los periplos que se realizan a parajes —naturales o no— amenazados con desaparecer a consecuencia del cambio climático. Este tipo de turismo es fuertemente criticado por los conservacionistas, pues pareciera que, lejos de ayudar a mejorar la situación, está acelerando la desaparición de espacios que se creían eternos.

 


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Patrimonios en peligro

Para quienes un par de décadas atrás visitaron la Patagonia argentina, los helados pueblos de Groenlandia o la Gran Barrera de Coral Australiana, un viaje 20 años después puede significar una experiencia totalmente diferente por la rápida transformación del paisaje. Sitios como estos son el objetivo del turismo de última oportunidad, pues su rapidísima degradación hace que quizás no haya un segundo chance para visitarlos.

Otro ejemplo de este tipo de turismo se encuentra en el Mer de Glase, el más grande glaciar de los Alpes franceses, que ha retrocedido más de 800 metros en las últimas décadas. Aun así, recientemente fue construido un nuevo ascensor para “bajar” a los turistas al glaciar, cuando hace apenas 30 años podían caminar desde la plataforma de observación hacia el “mar de hielo”.

Al sur del planeta, la situación es un tanto más dramática: con menos de un metro sobre el nivel del mar, algunas islas del archipiélago de Las Maldivas han tenido que ser desalojadas y sus habitantes trasladados a una isla artificial, construida para albergarlos a ellos y al creciente número de turistas que llegan a esa nación del Pacífico Sur, con la idea de disfrutar de los últimos días de playas que, inevitablemente, serán tragadas por el mar.

En ese mismo ámbito, algunas de las vecinas Islas Marshall se quedaron sin provisiones de agua dulce, pues el océano ha inundado los pozos, lo que ha causado el aumento de la importación de agua mineral para los turistas que llegan en gran número, dejando, de paso, toneladas de desechos plásticos que van a parar al mar.

En Canaima, al sur de Venezuela, las milenarias cimas de varios “tepuyes”, las formaciones rocosas más antiguas del planeta, han sido “limpiadas” para albergar fiestas para exclusivos grupos de “socialites” criollos, con lo cual se han destruido ecosistemas que datan de hace más de 400 millones de años, y todo con la anuencia de las autoridades nacionales. 

“El cambio climático está afectando principalmente todo lo relacionado con cuerpos de agua, que para muchas zonas son motor del desarrollo turístico y que, al dejar de existir por la sequía, simplemente la gente deja de visitarlos”, afirma Ian Poot Franco, empresario turístico y catedrático de la Universidad Nacional Autónoma de México y de la Universidad de Londres.

Destaca que se trata de efectos a muy corto plazo que han afectado el turismo de muchas zonas del planeta y, con ello, el eje de la economía local, trayendo como consecuencia la pérdida de miles de empleos y de millones de dólares en la infraestructura desarrollada alrededor de dicha actividad.


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Parte del problema

Los anteriores son apenas algunos ejemplos de las consecuencias del derretimiento de más de 600.000 toneladas de hielo polar, de acuerdo con los estudios más recientes de varios organismos involucrados en el tema.

Pero el peso del propio turismo en este problema no es poca cosa: según el informe “Las emisiones de CO2 del sector turístico correspondientes al transporte”, publicado en 2019 por la UNWorld Tourism Barometer, señala que antes de la pandemia la movilización de 1.400 millones de turistas en el planeta generó 665 millones de toneladas de CO2, cifra que representó el 8 % del total de emisiones arrojadas por los humanos a la atmósfera. De ese total, el transporte genera el 75 % de los gases de efecto invernadero, siendo el avión responsable por la mitad de esa cantidad.   

Y las estimaciones no son nada alentadoras. El informe prevé que para 2030 los viajeros internacionales aumentarán a 1.800 millones, mientras que los internos superarán los 15.600 millones. En conjunto, las emisiones del transporte turístico se duplicarán, lo que no es una buena noticia para los habitantes de Vanuatu (Pacífico), El Calafate (Patagonia Argentina) o Dominica (El Caribe).

Al respecto, es oportuno destacar que China, el mayor contribuyente de gases nocivos del planeta, lleva la delantera en cuanto a elevar la contaminante aportación: entre enero y febrero de este año, las importaciones chinas de crudo aumentaron un 5,1 % frente al mismo lapso de 2023, todo para satisfacer las ventas de combustible durante las vacaciones del Año Nuevo Lunar.

De acuerdo con la Administración General de Aduanas del gigante asiático, la demanda de crudo ascendió a 10,74 millones de barriles diarios, impulsada por un mayor consumo de gasolina y combustible de aviación, “ya que decenas de millones de personas viajaron dentro y fuera del país con motivo de las vacaciones”.


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Limitar: solo un paliativo

Sin una normativa global que ayude a limitar los efectos del turismo masivo al ambiente, la regulación local es la única alternativa factible para ordenar los flujos cada vez mayores de turistas que en cada viaje dejan una huella que pocos están dispuestos a resarcir, pero a quienes tampoco se puede cercenar el derecho de viajar y conocer aquellos parajes y ciudades de sus sueños. 

Como paliativo para atajar la compleja situación, algunos gobiernos nacionales y locales han recurrido a limitar el número de visitantes que pueden acceder a sitios vulnerables, no solo naturales sino también construidos o intervenidos por la mano del hombre.

En Europa, Ámsterdam (Países Bajos), Brujas (Bélgica) y Venecia (Italia), entre otras ciudades, han limitado el número de turistas que pueden recibirse a diario, como medida para preservar no solo su patrimonio cultural, sino la salud y paz social de sus habitantes.

Especial mención merece la ciudad flotante italiana, que cada año multiplica por 400 su población, debido al turismo, lo que no solo ha perjudicado la vida de la ciudad, sino que ha creado un problema de tráfico sin precedentes, que amenaza con “hundir” a esta joya de la arquitectura lacustre, que está en riesgo de perder su condición de patrimonio de la humanidad, otorgado por la Unesco, y pasar a engrosar la lista de patrimonios en peligro.

Algo similar ha hecho la municipalidad de Atenas, que ha limitado a 20.000 el número de visitantes que pueden acceder cada día a la Acrópolis; mientras que al otro lado del Atlántico, en Perú, el gobierno restringió desde 2019 el número de turistas que pueden visitar a diario la ciudadela inca de Machu Picchu, y aunque ha flexibilizado la cifra, sigue manteniendo un aforo máximo de 5.600 personas al día. 

Una medida parecida podría estar estudiando las autoridades de Nepal ante el gran tráfico de escaladores deseosos de alcanzar la cima del Everest, que en 2023 batió nuevamente su propio récord al recibir 454 alpinistas, lo que ha provocado verdaderos atascos en la ruta más alta del planeta. 

Al respecto, Poot Franco considera que lo idóneo no es regular el número de visitantes sino el tipo de turismo que se realiza, especialmente en parajes naturales, donde un turismo de bajo impacto —como el campismo, por ejemplo— puede ayudar a reducir los efectos dañinos para el ecosistema, pero sin eliminar los posibles beneficios para la población local o las personas dedicadas a esta actividad.


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Alternativas regulatorias  

De acuerdo con datos de Shame Plane, página web que permite saber cuánto dióxido de carbono emite cada vuelo, quien viaje los 9.000 kilómetros que separan a Los Ángeles de París, estará aportando más gases de efecto invernadero de los que deberían emitirse por persona en un año, de acuerdo con los parámetros del Acuerdo de París.

Y tomando en cuenta que, si bien ha ido aumentando la porción de personas que han optado por limitar sus viajes como contribución a reducir el aporte de CO2 a la atmósfera, se trata de una proporción ínfima frente al auge del turismo mundial.

En un intento por poner un verdadero límite a la huella de carbono de cada turista, han surgido varias alternativas y propuestas que buscan minimizar la huella de carbono. Entre las primeras se puede citar la medida aplicada por Bélgica, que desde 2023 cobra mayores impuestos a los viajeros de vuelos cortos y/o en aviones menos eficientes. Con ello se busca fomentar otras formas de viaje menos contaminantes.

En Francia, se prohibieron los vuelos cortos si existe la alternativa de hacerlo en tren en dos horas y media o menos; una medida que se espera replicar en España y que podría ser aplicada en otras naciones europeas.


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¿Solución a la vista? 

El pasaporte de carbono es una propuesta que cada vez gana más adeptos y varias son las proposiciones al respecto. El planteamiento del operador turístico australiano Intrepid Travel y la agencia europea de previsión The Future Laboratory, por ejemplo, establece una asignación anual de carbono para cada viajero que, en caso de ser superada, impida al usuario realizar nuevos viajes durante ese año. Aunque por su carácter punitivo tiende a ser rechazada, ya se oyen voces a favor de esta posibilidad.

Durante la edición 2022 del Foro Económico Mundial, en Egipto, John Kerry, representante del gobierno de Estados Unidos para el ambiente, anunció que su gobierno está desarrollando un pasaporte que permitirá a los usuarios medir su propia huella, y aunque se desconoce al avance de tal proyecto, se sabe que forma parte de la agenda ecológica de Washington junto con el plan de compensación de emisiones de carbono para ayudar a países en desarrollo a acelerar su transición energética. 

Los detractores de esta alternativa abundan, empezando por la poderosa industria aérea, que vería afectada su capacidad de crecer; los viajeros frecuentes, que verían cercenado el beneficio de acumular millas para viajes gratis; y la industria turística en general, cuyo desarrollo bajaría el ritmo que ha tenido. En la acera de enfrente están los conservacionistas, que ven en el pasaporte la única manera de limitar realmente la huella que cada viajero deja por trayecto andado.     

Ian Poot es de los que se oponen, sobre todo por una cuestión de equidad, argumentando que serán las clases media y baja las que sentirán el peso de la limitación, pues quienes cuentan con sus propios aviones o barcos podrán seguir viajando sin inconvenientes.

“Las grandes industrias siguen contaminando, pero a las personas comunes, que quizás con esfuerzo logran hacer un viaje de turismo, se les limitaría su derecho a volar. No es justo”, acota.

El dilema está planteado y mientras la industria sigue beneficiando a los más de 330 millones de trabajadores involucrados directamente en el turismo, detractores y conservacionistas insisten en que, al ritmo actual, cada día serán menos las maravillas naturales o creadas por el hombre que se podrán visitar. 

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